Este 3 de abril se cumplieron 41 años que desde el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán levantaste las anclas y te hiciste a otro mar, Mario Robles Ossio, tus riñones había pasado factura.
Yo esperaba en Xalapa alguna buena noticia, que volvieras tú y Cotita por mí y mi hermana.
Mientras dormía la siesta en casa de mis tíos te despediste, en ese sueño abrías la puerta del quirófano, era la primera vez que yo veía uno, y con bata verde te levantabas, caminabas hacia mí y me dabas un beso antes de explicarme que tenías que irte porque tu cuerpo ya no funcionaba, que tú no eras ese cuerpo, me decías que así como los plátanos los comemos y tiramos la cáscara, tu cuerpo era la cáscara y que siempre estarías conmigo.
Tenía poquísimos años, cuando desperté confirmé que ya no estabas físicamente, nacieron los días de acostarme boca abajo debajo de la cama para sentirme a salvo, de tener la certeza de que moriría joven porque decidía heredar tu destino y del miedo a que desaparecieras cuando dejaran de nombrarte.
Entonces apareció la escritura, ante la conciencia de que lo que existía podía no estar en el segundo siguiente, quise registrarlo todo, usar las líneas como lazos que atraparan lo querido y nunca lo soltaran, los diarios fueron y son mi lugar seguro.
Y así llegamos al diagnóstico, a creer que estaba hecha a tu imagen y semejanza. Repetir urea, creatinina, diálisis, fue sentirte temerosamente cerca.
También arribaron las herramientas para hacer un camino distinto, entender que mi circunstancia era otra, restaurarme desde reconocerme tan tuya como ajena.
Después del trasplante fundé en tu nombre, en enero, el mes de tu cumpleaños, vio la luz la Fundación.
Mario Robles Ossio, a las personas les cuesta pronunciar tu segundo apellido, el de la rama materna, la que trae el sino de los riñones niños. Y aún me pasa que cuando alguien dice el nombre completo de la Fundación, algo en mí despierta, me asomo a un caleidoscopio donde te salvas de la muerte.
El logo es un roble azul con raíces profundas, un roble de agua, de cielo, de navegar constante.
Y aquí estamos en un 4 de abril, donde amanezco lejos del hospital y eso lo agradezco con cada célula. Y escribo desde la gratitud de entender una vez más la fuerza de lo que nos hace vulnerables.
Hace un año estaba en emergencias, con la bacteria ruda, a mi lado hablaba con una mujer con cáncer que era terapeuta, y me decía que ella no quería repetir la historia de su mamá que había muerto de cáncer en ese hospital.
Mientras la escuchaba descubrí que era 3 de abril y estaba en el Instituto de Nutrición y que varios años había estaba ahí por una u otra razón, al ritmo del ir y venir de médicos y enfermeras me prometí que sería el último 3 de abril que llegaría al hospital y que ya encontraría otras maneras de honrarte.
Así que aquí estamos en este amanecer donde sonrío porque ver salir el sol entre los árboles, es ahora mi ritual particular para decirte “gracias por enseñarme a bailar y a ser agua y tierra firme en un mismo compás”.
Gracias, Mario, a ti y a todos los que nos antecedieron, por iniciarme en el amor renal y la perfección que puede encontrarse en lo fallido, por llevarme a descubrir lo que es suficiente.